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Reflexiones sobre el colapso institucional y la esperanza social en tiempos de crisis

Como abogado, y español viviendo en la República Dominicana, observo con preocupación y tristeza el deterioro institucional que muchos países están experimentando, y los efectos de este fenómeno no sólo en la estructura política y económica, sino en el tejido mismo de la sociedad. Estos tiempos de incertidumbre y dolor, reflejados en las crisis que hemos vivido, parecen una señal clara de que el sistema está llegando a un límite, a un punto de inflexión que no puede ignorarse.

 

Recientemente, hemos visto cómo una crisis de gran magnitud desbordó la capacidad de respuesta de las instituciones en el Levante español. La devastación que azotó la región fue tan brutal que expuso no solo la vulnerabilidad de nuestras infraestructuras físicas, sino también la ineficacia de aquellas que deberían estar ahí para protegernos y socorrernos. Las imágenes de personas buscando desesperadamente noticias de sus seres queridos, la falta de apoyo inmediato y la desidia de muchas administraciones ante el sufrimiento de los afectados nos hacen reflexionar sobre hasta qué punto nuestras instituciones están cumpliendo su rol.

 

La realidad es que estos acontecimientos han puesto en primer plano una verdad incómoda: la desconexión de las instituciones con la realidad y las necesidades de los ciudadanos. Nos encontramos ante una estructura obsoleta, donde el interés personal y el de ciertos grupos prevalecen sobre el bien común. La política se ha convertido en un campo de poder, y no en un espacio para el servicio y la protección de los ciudadanos. Este colapso institucional no es solo el resultado de malas decisiones políticas, sino de una degradación ética que ha ido corroyendo poco a poco los cimientos de nuestras sociedades.

 

Sin embargo, en medio de este panorama sombrío, es imposible ignorar la otra cara de la moneda: la respuesta de la ciudadanía. Hemos sido testigos de cómo, a pesar del abandono institucional, los ciudadanos se han organizado y movilizado, actuando con una solidaridad ejemplar y un sentido de comunidad que trasciende cualquier obstáculo. Voluntarios y héroes anónimos han hecho acto de presencia, ayudando en las labores de rescate, distribuyendo alimentos y colaborando en la limpieza de calles y hogares.

 

Este esfuerzo ciudadano nos permite ver un atisbo de esperanza. Es la prueba de que, aunque las instituciones puedan fallar, el espíritu humano y la solidaridad no decaen. Este es un momento en el que, lejos de resignarnos, debemos cuestionar el sistema en el que vivimos y plantearnos qué tipo de sociedad queremos construir. Esta crisis debería servir como un catalizador para una catarsis profunda, donde no solo se reformen las estructuras políticas y sociales, sino que también se recupere la dignidad y la ética en el servicio público.

 

Nuestros fallecidos, aquellos que han sido víctimas de la tragedia, merecen más que palabras. Su pérdida debe ser un punto de partida para un cambio verdadero. Y este cambio no vendrá de las instituciones que nos han fallado, sino del compromiso de cada uno de nosotros de trabajar por un futuro diferente, donde el Estado vuelva a cumplir con sus obligaciones y donde cada ciudadano sea realmente parte de una comunidad que se apoya y se protege.

 

Esta reflexión trasciende el contexto español y es aplicable a cualquier país, incluida la República Dominicana. En ambos lados del Atlántico, enfrentamos retos similares, y aunque los contextos puedan variar, la necesidad de reconstruir la confianza en nuestras instituciones y fortalecer el vínculo social es universal. Solo así lograremos salir de la crisis y transformar el dolor en una oportunidad para crecer y construir un futuro más justo y humano.

 

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